Pensamiento visual y pedagogía

Por: Francisco Javier Gil
Fuente: http://revistaerrata.com
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José Alejandro Restrepo, Atrio y Nave Central, 1996, videoinstalación. Foto cortesía del artista.

 

 

Plantear cualquier posición acerca de la pedagogía de las artes visuales presupone hacer explícito cómo entendemos las prácticas visuales y, consecuentemente, preguntarnos por el cómo y el para qué de su enseñanza. Al respecto, Susan Buck-Morss señala: «una disciplina (tal y como sugería Foucault) produce su objeto como un efecto, diciéndole al sujeto qué preguntas le puede hacer al objeto, y cómo debe hacerlas; asimismo, le dice al objeto qué de él es valioso de estudiar (definiendo el objeto de tal manera que lo hace accesible a las preguntas que se le hacen)» (2005, 155). A lo largo de este texto me moveré por las mutuas implicaciones entre objeto y sujeto de las artes visuales, así como en las repercusiones pedagógicas de esa dinámica.

A mi entender, lo visual se define no solo en las prácticas de creación, sino en sus lógicas de producción, administración, circulación y apropiación. Su sentido ciertamente excede lo que ocurre al interior del mundo artístico, y ello determina el tipo de aproximaciones y preguntas que atraviesan la formación en artes visuales. El universo de lo visual no puede sustraerse de lo que ocurre con el mundo tecno-comunicacional, la forma-imagen progresivamente ha desplazado a la forma-mercancía; la imagen no reproduce al mundo, es el mundo mismo, es nuestra forma de experiencia y relación. «El mundo-imagen es la superficie de la globalización. Es nuestro mundo compartido. Empobrecida, oscura, superficial, esta imagen-superficie es toda nuestra experiencia compartida. No compartimos el mundo de otro modo. El objetivo no es alcanzar lo que está bajo la superficie de la imagen, sino ampliarla, enriquecerla, darle definición, tiempo» (Buck-Morss 2005, 159).

 

La formación de una artista visual no es ajena a esta situación. Es imperioso definir su lugar y sentido dentro de ella en una doble condición de crítica y creación, comprendiendo e indagando cómo se administra, regula y controla lo visible: quién lo produce, cómo se distribuye, cómo se consume y redefine en las prácticas de apropiación; qué imágenes se validan, cuáles no. Esa lectura trasciende el ensimismado campo del arte y sitúa la imagen y su significación en relación con otras dimensiones y prácticas. Emerge, en consecuencia, como algo crucial la generación de alternativas creadoras de sentido en todas esas dimensiones: producción, distribución, gestión y recepción; preguntarse, por ejemplo, no solo qué le hace el mundo tecno-comunicacional a lo visual, sino qué puede hacer el pensamiento y la creación visual al mundo tecno-comunicacional.

Se presenta, entonces, la tensión entre una práctica que se explica desde otras dimensiones y prácticas, y la necesidad de un pensamiento específico derivado del ámbito visual. Más que resolverla o establecer dicotomías que impiden pensar flujos y tensiones de aspectos allí implicados, se trata de conservar dicha tensión al interior de la educación artística. En ese contexto, puntualizaré aspectos relativos a la creación, porque considero que allí palpita lo más definitorio de la práctica artística. Hablar de especificidad o autonomía de lo artístico no significa aislarlo del mundo y las situaciones en que tiene lugar; es defender sus propios modos de proceder como creación de sentido, defender un tipo particular de experiencia. Considero necesario no perder de vista la singularidad de ese modo de pensamiento y –sin desconocer la importancia de los discursos sobre el arte– priorizar los discursos desde el arte. Sería necio ignorar la necesaria conexión de lo visual con otras dimensiones y disciplinas, pero lo importante es desarrollar esas relaciones desde la particularidad de lo artístico, desde su inmanencia y potencia. De lo contrario se corre el riesgo de borrar dichas particularidades e incluso de producir relaciones en las que lo artístico, lejos de aportar algo propio, se reduce a ser un eco débil de otros discursos.

Tampoco se trata de ignorar líneas investigativas distintas al fomento a la creación en la formación del artista. En el terreno de lo artístico se realizan investigaciones desde metodologías procedentes de otras disciplinas, de acuerdo con diversas necesidades y problemas, pero es básico encontrar aquellas zonas que definen su propia especificidad. La inclinación exagerada hacia otras metodologías para legitimarse como disciplina con aspiraciones cognoscitivas pudo explicar el olvido del propio valor epistemológico de la creación artística. Cuando el arte quiso trascender su condición de técnica o de oficio y buscó su reconocimiento académico, echó mano de métodos y técnicas de las ciencias sociales. Es decir, no definió su legitimidad desde sus propias dinámicas, sino que se apoyó en esas disciplinas, con lo cual también hizo suyos modos de investigar que traían consigo premisas tendientes a métodos rígidos, propósitos preestablecidos y resultados previsibles: formas de proceder ajenas a las prácticas artísticas, marcadas por una lógica casi lineal, racionalizada y controlada desde objetos y fines predefinidos.

La necesidad de profesionalización e inserción académica de las artes las condujo a referenciarse desde estas lógicas, necesidad que incluso puede explicar el creciente interés hacia la investigación en las artes de un tiempo a esta parte. No obstante, el afán de legitimarse desde otras disciplinas pudo desvirtuar la suficiencia de la creación artística como forma de pensamiento, como modo de producir un conocimiento que no precisa vestirse de modelos investigativos prestados para afirmar sus posibilidades. Es fundamental pensar en un modo de conocimiento ligado a la creación visual, y desde ese acercamiento –y siendo fiel a él– derivar ciertos señalamientos pedagógicos.

LA IMAGEN: OBJETO PENSANTE
Pese a la saturación e hiperrealización visual del mundo; pese a la obsesiva pulsión de registro (por la cual todo se convierte en un video o en una fotografía); pese al cansancio frente a la imagen, al artista visual le cabe la función de producir miradas inéditas, desplazar la percepción y producir conocimiento desde sus procesos de creación. Cuando el arte alcanza esa fuerza cognitiva involucrando emociones, afectos y sensaciones, rompe con los significados banales que circulan en la vida social. En ese momento, y desde su singularidad, introduce una alteridad en la experiencia. Esa ruptura y reinvención de sentido puede suceder tanto en el museo como en la calle, o en prácticas comunitarias; su vigor no lo definen los lugares o situaciones en que acontece lo artístico, sino la riqueza de su experiencia.

Para un artista es fundamental crear imágenes como «objetos pensantes», como los denomina Wajcman (2001, 25). Más que hablar de Arte, es importante y válido hablar de obras de arte, o de prácticas artísticas capaces de crear sentido y abrir mundos, es decir, aquellas que más que remitir a lo visible producen la visión, revelan aspectos inéditos de lo representado, muestran dimensiones no alcanzables por otras modalidades del pensamiento o por la palabra y la comunicación ordinaria. Son imágenes que desafían lo que hemos convenido en denominar «realidad», que extrañan y nos extrañan porque hacen ver lo imperceptible, lo ambiguo, plural y contradictorio que las perspectivas unilaterales impiden ver. En ese sentido, nos sacuden y estremecen con sensaciones complejas, aunque no sepamos explicar cómo ni por qué lo hacen, entre otras cosas porque en su creación se han puesto en juego dimensiones distintas a la razón, y por ello se tornan inasibles desde la misma razón.

La imagen artística se presenta como alteridad, como aparición inquietante, porque permite simbolizar lo irrepresentable: fuerzas preverbales, pulsiones, deseos, memoria. Esta última, por ejemplo, se crea al interior de la obra con una nueva figura que no necesariamente remite al pasado objetivado o al sujeto que recuerda. La memoria no es monumento, es acontecimiento, creación que emerge gracias a la fuga del control racional y a la libre figurabilidad que sucede al interior de la producción artística. Al liberar la vida de su encierro en los lenguajes y lógicas perceptivas ordinarias, las prácticas artísticas crean memoria y mundos posibles. Abren mundos que solo surgen con la misma imagen y la experiencia contraída con ella; en ese sentido se puede hablar de especificidad y autonomía. Godard sintetizaba esa riqueza cognitiva, aparecida solamente en el trabajo creador, al afirmar que no se trata de producir una imagen de la realidad, sino la realidad de una imagen.

La imagen es una relación entre realidades heterogéneas que normalmente aparecen disociadas. El desconcierto ante una imagen poética incomoda los marcos establecidos por la inteligencia conceptual, por los esquemas culturales solidificados o por las rutinas perceptuales, afectivas y mentales que adormecen la existencia. La imagen poética piensa porque escapa a lo ya pensado y sentido, marca una diferencia frente a lo ya codificado. Ese pensamiento crea el mundo y al sujeto simultáneamente; la subjetividad no es identidad ya dada, sino diferencia producida en los encuentros con lo real. El sujeto no preexiste a sus experiencias y operaciones, se redefine con ellas. Ni siquiera su deseo se encuentra ya configurado, esperando pacientemente por exteriorizarse y expresarse: el deseo se construye en las propias prácticas y encuentros con la vida. Pensamiento artístico, construcción de sí y creación de mundos son correlativos; el sujeto va más allá de sí mismo al dejarse afectar en la propia experimentación con la realidad, al escucharse entre las cosas, al dejarse tallar por el mundo para emprender el trabajo creador.

DESEO DE REALIDAD Y CREACIÓN ARTÍSTICA
Ahora bien, ¿cómo emerge esa construcción de mundos? Si bien no caben generalizaciones porque cada caso habla desde su singularidad, bien vale la pena efectuar algunos rodeos más amplios. La capacidad de creación no se explica, no se crea utilizando una explicación o un método del cual echamos mano para aplicar en cualquier momento o situación. Tampoco es comprensible -sin dejar de lado su indiscutible importancia- desde la posesión de técnicas y oficios; se hace arte a partir de establecer relaciones intensas con la realidad, motivadas por una pulsión o una afección. Tampoco se trata de programar la reflexión, de sentarse a pensar, pues lo comprometido es algo más que un acto reflexivo, es el deseo, un forzamiento vital. Esto se confirma fácilmente cuando apreciamos trabajos de alumnos realizados exclusivamente desde argumentos conceptuales prestados, o desde modas que circulan en el ambiente. El hecho de no involucrarse genuina e intensamente produce trabajos carentes de fuerza y de singularidad.

Jorge Larrosa nos ayuda a comprender ese deseo involucrado en la creación. Él lo vincula al deseo de lo real, al deseo de experiencia del mundo: «El deseo de realidad, entonces, está ligado a la experiencia en el sentido de que lo real sólo se da en tanto que experimentado: lo real es lo que nos pasa en la experiencia». Y añade:

Pero de una experiencia que no esté normada por las reglas del saber objetivante o crítico, o por las reglas de la intencionalidad técnica o práctica […] sólo se da en tanto que otro, es decir, en tanto que escapa a lo que ya sabemos, a lo que ya pensamos, a lo que ya queremos. Lo real de la experiencia supone una dimensión de extrañeza, de exterioridad, de alteridad, de diferencia. (Larrosa 2010, 1).

El deseo de realidad predispone para la experiencia y compromete la singularidad del artista. Frente a modos de conocimiento con tendencia objetivante y desde posturas más abstractas y universales, lo artístico pone en escena la subjetividad y privilegia la singularidad de una situación con detalles, aspectos minúsculos, variaciones, matices y percepciones particulares. Al privilegiar el instante singular, con todo lo implicado en ese momento, necesariamente hablamos de un conocimiento desde la cercanía, la percepción, los afectos, el cuerpo. Frente a la distancia y lejanía de la razón, o desde la especulación teórica, lo artístico exalta las situaciones y singularidades de un momento dado. Por ello, la imagen artística se constituye en una especie de otredad de lo discursivo, capta lo no atrapable en un concepto, es decir, una afección, una sensación, una percepción. Un cuerpo es afectado cuando lo experimentado desmantela las referencias y discursos de que disponemos; la subjetividad –entonces– enfrenta esa insuficiencia como fragilidad, como un no saber que ocurre. Se siente interpelada por algo pleno de significancia, aunque difícilmente sea encapsulable en un significado. Esa afección salta en cualquier momento y lugar: un suceso pequeño y ordinario, un detalle, un instante, algo inesperado y que escapa a nuestro control pueden provocar la sensibilidad. Se crea no a pesar de esas afecciones, sino justamente por ellas. Al artista se le ocurren cosas porque le ocurran cosas.

La génesis en los procesos de creación, entonces, es plural; no necesariamente tiene comienzo desde una pregunta, como sucede con la investigación de otras disciplinas. Puede ocurrir por distintas vías: una afección emocional, un sentimiento ante el sufrimiento del otro, una impresión sensorial, un deseo de memoria, una pasión, un conflicto, una lectura, una película, un instante de una película, las ganas de ser otro, algo vagamente intuido, una imagen, un sueño, un dolor, un color, un suceso, una pregunta, una conmoción, una inquietud, un deseo, una obsesión. No sabemos cuándo surge, algo de azar lo define, algo nos sacude y afecta forzando al pensamiento. Esa afección provoca, intensifica y apremia la percepción, junto con otras facultades. Las emociones se exaltan y se posicionan cognitivamente, se producen momentos de libre juego e improvisación en los que se silencia la razón para que hablen otras dimensiones; en otros momentos, la razón es solicitada para depurar, sintetizar o apropiarse de lo sucedido. La imaginación se exalta poniendo las imágenes en acción a través de distintas operaciones: descontexualizar, recontextualizar, fragmentar, repetir, silenciar, relacionar, metaforizar, acelerar, velar, agrandar, lentificar, etc., con sus consecuentes efectos de sentido. Todas estas acciones destinadas a movilizar las imágenes no se desarrollan gratuitamente, lo hacen en función de sus potenciales de significación y de los derroteros insinuados a lo largo del proceso. Prácticamente todo artista se caracteriza por centrar su práctica en una o más operaciones por las cuales construye sus mundos.

Este despliegue transita entre la familiarización y la extrañeza; se intenta familiarizarse con el asunto y al mismo tiempo se lo carga de una especie de extrañamiento que lo llena de sentidos desconocidos. Transita entre lo conocido y lo desconocido. Es claro que si supiéramos los resultados de los procesos de creación, no habría hallazgo o conocimiento; estos se caracterizan por la penumbra, por el claro-oscuro, se mueven por terrenos inciertos y azarosos. En ese sentido, no tienen métodos ni resultados prefijados. No hay pensamiento si proyectamos lo ya sabido sobre la realidad. Más bien se trata de dejarse tocar por el mundo y aprender a valorar lo incierto. El artista, lejos de asumir una posición de control, debe abandonarse confiado a la escucha de lo que va sucediendo, sospechando que ese abandono garantiza la emergencia de lo desconocido. En el camino participan las claridades de la razón, pero también las incertidumbres de lo no controlable racionalmente.

Un proyecto creador se encuentra simultáneamente dentro y fuera del sujeto, oscilando entre sus decisiones y los encuentros surgidos en el proceso. Dinámica parcialmente previsible, pero esencialmente impredecible. El sentido, por tanto, no está dado de antemano, sino que acontece, así se tenga un horizonte al cual se orienta la acción. Bien lo señalaba Klee cuando afirmaba que el artista lo sabe todo pero solo lo sabe después. El conocer artístico no ilustra un saber ajeno a su propio acontecer; en la creación la acción piensa, el pensamiento es inmanente a la experimentación con el mundo y con el material sensible.

Por lo tanto, no cabe hablar de métodos, entendidos como caminos con pasos bien establecidos, como puede ocurrir en otras disciplinas. La creación artística no se orienta desde una metodología racionalmente coherente y los resultados solo pueden pre-sentirse vagamente. Los métodos, si podemos hablar en esos términos, también se inventan, aparecen con la experiencia, son múltiples y circunstanciales, se producen atendiendo a las particularidades de cada situación. No hay caminos hechos porque estos se vuelven tiránicos antídotos contra la experiencia, además, porque no hay métodos para la sensibilidad ni para la creación de mundos. Al menos en el marco que vengo desarrollando, es preferible hablar de preparar el terreno para que sucedan cosas y para que sucedan de maneras diversas. Quizás sea mejor apelar a palabras menos rotundas para mencionar sus derroteros, a palabras como «estrategia», «táctica» u «operación».

 

En este contexto cobra significación hablar de intuición no como una ocurrencia surgida de la nada, sino como un ordenamiento o reordenamiento intempestivo precedido por la consistencia de un trabajo. La intuición permite tramitar la complejidad alcanzando repentinas respuestas capaces de sintetizar muchas inquietudes. José Marina (1993, 182) nos recuerda que García Márquez, tras mucho trasegar buscando resolver la ascensión de Remedios la Bella, repentinamente ve a una bella negra en el patio de su casa tendiendo y conteniendo unas sábanas infladas como cometas por la acción del viento. En ese encuentro fortuito encontró la solución: Remedios la Bella se elevaría impulsada por sábanas. Una imagen bella, imposible y perfectamente verosímil. Para saber recibir esos felices hallazgos, hay que situarse en un estado de espera activa, un «dejarse recibir», confiando en que algo va a suceder después de una intensa fusión con el asunto que se trabaja. La extraña velocidad de la intuición, planteada aisladamente, parece una revelación divina, pero lo cierto es que viene precedida de un gran esfuerzo. Cuando tras ese esfuerzo la mente consciente se retira y permite el calentamiento de otras fuerzas, cuando alcanzamos una atención flotante activa, una espera alerta, cuando nos entregamos a cierta deriva, a cierto vacío, a cierto silencio, en ese momento el inconsciente trabaja sin ser advertido. Opera como un ladrón en medio de la noche, ya sea para sorprender en la vida asombrosas soluciones, ya sea para acceder a asociaciones insólitas en un espontáneo juego combinatorio de elementos de diversa procedencia. La idea de «dar a luz» tras la previa incubación en el vientre nocturno del inconsciente resulta eficiente y poética.

 

La imagen artística usualmente abre relaciones inesperadas, distantes; fusiona momentos y espacios, emprende saltos insospechados, juega con resonancias, ecos, establece síntesis alejadas de las lógicas diurnas, síntesis que pueden no explicarse, pero sí comprenderse sensiblemente. La imagen es un entramado de tiempos, sale del tiempo pero para recobrarlo; en ella lo cercano se tensiona con lo lejano, lo próximo se enrarece mientras lo lejano se aproxima. Al fin y al cabo, las imágenes se construyen desde inauditas vecindades, su propio modo de elaboración acerca tiempos y espacios distintos. Una imagen es una conjunción de imágenes, sobre todo en estos tiempos en los que disponemos de una inmensa colección de ellas. La noción de montaje, entonces, resulta sumamente provechosa para entender estas relaciones. Usualmente nos referimos a esa noción cuando hablamos del montaje de una exposición o de una obra de teatro, pero es algo más determinante, es una operación central, un proceder constante y fundamental para comprender un pensamiento poético distinto a la lógica arborescente y a los mundos lineales a través de los que habitualmente nos relacionamos con el mundo.

 

El montaje opera por choque de imágenes y, por tanto, de los mundos que ellas encarnan; la imaginación posibilita esos encuentros y desencuentros que diferencian el pensamiento visual de la linealidad y lógica de otros modos de pensar. Georges Didi-Huberman ha desarrollado en varios de sus trabajos1 aproximaciones importantes a este «pensamiento por montaje». En ellos, si bien emplea la categoría de montaje para ofrecer otra lectura de la historia del arte, es claro que dicha categoría también es extrapolable para entender la historia de la construcción de obras, incluso de una serie de obras en las cuales se presenta un juego de repetición e innovación, de memoria y creación. Para este autor, en la imagen concurren fuerzas del pasado; supervivencias que retornan, pero no de manera idéntica, lo hacen como diferencia. La imagen se compone de otras imágenes con las que se contrae un juego de repetición y diferencia. En ese sentido, difícilmente podemos hablar de progreso en la imagen; es más sensato hablar de una dialéctica de regresión-progresión. Lo pasado no se borra del todo, pero tampoco reaparece de manera idéntica; el pasado no se reduce a un hecho objetivo que se actualiza con exactitud, es creado o re-creado desde el presente que lo visita, desde el trabajo creador de la memoria. Imágenes, detalles, rasgos, gestos, trazos, reaparecen experimentando un desplazamiento a la manera de un inconsciente visual que fractura la actualidad y coherencia de las formas. Hay gestos que viajan desde la profundidad del tiempo, fuerzas que anidan en las formas como supervivencias primitivas contrabandeadas en las manifestaciones artísticas y culturales. «El montaje es una exposición de anacronías porque precisamente procede como una explosión de la cronología» (Didi-Huberman 2008, 159).

 

El montaje se produce desde afinidades formales o conceptuales, incluso desde realidades sumamente distantes, con intervalos enormes entre ellas, intervalos que invitan al espectador a morarlos para construir los puentes necesarios que les den sentido. El choque de imágenes explota el orden de las cosas y abre un espacio para la aparición de deseos y la articulación de lo heterogéneo, contradictorio y ambiguo; es decir, habilita un espacio para las pluralidades y discontinuidades que nos habitan. Semejante compleja relación de tiempos responde a la profundidad de la experiencia, o al menos a otro tipo de experiencia cuya temporalidad no está marcada desde la exterioridad, más bien responde al tiempo interno de la subjetividad en el momento de la creación.

 

En las imágenes que acompañan este texto se puede ilustrar algo de lo mencionado. En el caso de Adriana Duque condensa dos imágenes y dos mundos. Por un lado el universo de la iconografía clásica europea (representada por la imagen de Van der Weyden), con espacios exuberantes, llenos de pliegues y dobleces. Dicho universo en su composición y espacialidad está presente en la imagen producida por Adriana Duque. No obstante en esta imagen encontramos una zona que interroga y perturba el orden y la coherencia de la representación, se trata del asomo desde el fondo de un recinto campesino colombiano. Ese recinto, en su humildad, contrasta con la opulencia aparente del resto de la imagen, como si detrás de lo manifiesto se escondiera otra realidad, como si detrás de un mundo mágico e ilusorio de procedencia europea asomaran realidades locales. Se presenta, entonces, un juego de envíos y reenvíos en el espacio fotográfico que se corresponden con juegos de sentido que viajan por los tiempos acercando mundos distantes. Ese montaje de tiempos y espacios necesariamente genera reflexiones que exceden la evidente belleza y esplendor de la imagen.

 

En el caso de la instalación de José Alejandro Restrepo, nos encontramos con otros aspectos ya referidos. El artista cuenta que alguna vez, en 1991, estando en Palenque, observó a unas mujeres del lugar bañándose en una especie de ritual privado. Al ser sorprendido, fue increpado por ver algo prohibido. Semejante experiencia fue la detonadora de Atrio y nave central, instalación que muestra el encuentro de momentos y situaciones dispares. En ella se presenta un juego de tiempos que también habla de los tiempos de construcción de una imagen. Por un lado, está el relato mitológico de Diana y Acteón referido al castigo que sufre Acteón por atreverse a mirar lo prohibido: Diana bañándose desnuda. A ello se suma una realidad muy local: el veloz ingreso de parejas a esa otra zona relativamente vedada como lo es la zona de moteles de Chapinero en Bogotá, inconfundibles por esa gramática arquitectónica en la cual los arbustos hacen las veces de umbral que esconde y a la vez convoca a introducirse en el recinto prohibido. Las parejas son absorbidas evitando ser vistas. A ello se suma un elemento adicional, el título de la obra: Atrio y nave central, con sus connotaciones sacras y sacrificiales. La videoinstalación aglutina distintas experiencias y mundos, y lo hace desde problemas comunes como la mirada, la prohibición y la atracción del ver, el paso de un umbral e ingreso a una zona sacra fuera de lo cotidiano, la metáfora del arte como acto de ver lo imposible, etc.

 

ARCHIVOS
Estas obras, como tantas otras, suponen un archivo de imágenes que funciona como una máquina de visión y pensamiento. Allí se almacena una gran pluralidad de imágenes y a la vez se propician diálogos y encuentros entre ellas. Ese pensamiento-montaje, trabajado profundamente por Didi-Huberman en su largo estudio del Atlas Mnemosyne de Warburg (2009), es absolutamente fundamental para repensar una historia de las imágenes que desborde la crónica lineal. Este atlas o archivo aglutina en un mismo panel imágenes de tiempos distintos, rebosando así sus fronteras naturales y convencionales. Didi-Huberman diferencia la imagen como gesto, provista de pathos o fuerza pulsional, de una iconología que solo se detiene en signos. Las ideas-signos, a su juicio, quedan atrapadas en el ámbito de lo conceptual y olvidan la presencia de lo somático en la imagen. Hay fuerzas concentradas en el gesto que reaparecen a lo largo del tiempo como síntomas de intensidades pulsionales inconscientes. A través de Warburg, Didi-Huberman analiza esos retornos, sobre todo inscritos en movimientos corporales investidos de inusitada expresión y procedentes de contextos muy distintos, incluso en imágenes que aparentemente poco tienen que ver con lo trágico o patético. De esta manera, aproxima imágenes muy distanciadas temporal y espacialmente, y al hacerlo desmantela las usuales secuencias lineales establecidas por la Historia del Arte para estudiar la dinámica de las imágenes.

 

Pero el archivo, más allá del sugerente énfasis propuesto por Didi-Huberman en lo gestual, es en sí mismo una herramienta indispensable en todo proceso de creación visual. Su disposición puede quebrar las categorizaciones racionales y por ello abrir las puertas a otros modos de pensamiento. Las imágenes no se ordenan desde una razón totalizante externa, tampoco desde la «no-autoridad de lo arbitrario». Posiblemente el mismo archivo obliga a mirar de otra forma, a exigir otras dinámicas perceptivas y a despertar la imaginación metafórica.

 

Había que mostrar que los flujos no están hechos más que de tensiones, que los fuegos artificiales amontonados terminan por explotar, pero también que las diferencias dibujan configuraciones y que las desemejanzas crean, juntas, órdenes desapercibidos de coherencia. Llamamos a esta forma un montaje. (Didi-Huberman 2009, 430)

 

El montaje, agilizado con y desde el archivo, es una forma de pensamiento que desterritorializa los objetos de conocimiento habituales y que no solo escinde la aparente unidad de los periodos históricos, sino que mantiene las tensiones vivas. Escenifica discontinuidades y supera la absorción de las distancias y diferencias en un relato o totalidad impuesta por encima de ellas. Más que análisis sistemáticos, asoman síntomas visuales que viajan y se desplazan sin propósito entre realidades diferentes: desde la fuerza vital y significativa de detalles, fragmentos, cortes, encuadres. Repeticiones, desplazamientos, desvíos, inversiones, derivaciones se movilizan en el tiempo, perdiendo su identidad primera al tiempo que transgreden los límites de su propio campo de significación.

 

El archivo es una máquina de experimentación en la que se priorizan no los objetos, sino las relaciones. Y dada su libertad de acción y su fuga de categorías rígidas e inmovilizadoras, se favorece un juego de relaciones poco evidentes y desafiantes de su fijación en conceptos. Las ideas no se instalan previamente en el archivo para controlar la selección y combinatoria de imágenes; las ideas estallan a partir de las incesantes mutaciones y relaciones, a partir de trazos erráticos no adormecidos por algún esquema explicativo. Es un dinamizador que, a la manera de un recipiente alquímico, favorece un pensamiento netamente visual.

 

Cierro este pasaje apelando de nuevo a Didi-Huberman, quien cita a Merleau–Ponty: «Pensar no es poseer objetos de pensamiento, es circunscribir con ellos un dominio por pensar, que no pensamos todavía» (citado en Didi-Huberman 2009, 420).

 

¿Y LA PEDAGOGÍA?
La pedagogía de las artes visuales no puede sustraerse de las anteriores consideraciones. Hay que partir de las prácticas artísticas, de sus modos de pensamiento, y desde allí inquietar lo pedagógico; de lo contrario, más que potenciar las artes, la educación puede violentarlas. Es necesario formar artísticamente en el arte. Tampoco lo pedagógico puede convertirse en un mecanismo para suavizar una práctica o un conocimiento, para hacerlos digeribles; lo pedagógico tiene sentido en cuanto preserve e incremente la complejidad de ese modo de pensamiento. Planteado esto, me parece oportuno señalar otros rasgos.

 

Crítica y creación. Es importante concentrarse en dos posturas que se implican mutuamente. La primera es de orden crítico, referida al análisis de las lógicas vigentes de producción, distribución y consumo de sentido. La otra es la apuesta por un pensamiento creador de mundos posibles. Se trata de la capacidad para desmontar lógicas y políticas de lo sensible y, simultáneamente, generar sentidos y experiencias, ya sea produciendo imágenes con una consistente circulación y puesta en público, ya sea generando las condiciones para que otros las produzcan.

 

La experiencia. Una pedagogía de la creación privilegia la experiencia por encima de la enseñanza o la explicación. No sobra repetir que la voluntad explicadora termina por reafirmar las distancias que pretende eliminar: la distancia respecto a lo aprendido, al mismo acto de comprender y al docente. El explicar supone que existe una verdad, un saber ya dado, anticipable y transmisible. En ese contexto, a la educación solo le resta girar alrededor de ese saber y no en torno a la experiencia del alumno. El pensamiento creativo es un aprendizaje desde la experiencia, desde una afección profunda. Por eso se hace necesario estimular en el alumno el riesgo y la intensificación de los encuentros con las realidades que lo rodean. Encuentros con personas, movimientos, ideas, artistas, imágenes, ciudades, otras artes, acontecimientos, etc. Pensar visualmente supone exponerse, dejarse afectar, y desde ese estado energético empezar a mover las imágenes, a establecer relaciones entre ellas. No se trata, entonces, de transmitir un saber, o de conducir a alguien para alcanzar verdades que preexisten, sino de ofrecer las condiciones para que aparezcan inquietudes, pasiones y entusiasmos que detonan el deseo de conocer y experimentar. Se piensa sobre lo experimentado, y no desde la adecuación del pensamiento a un objeto previamente programado. El conocimiento se construye, se crea, no precede a la experiencia, procede de ella.

 

Exaltar la experiencia hace valiosos los hallazgos del alumno, cualesquiera que ellos sean, y son valiosos sencillamente porque son producto de su acción. Generar el deseo y entusiasmo de abrirse a la existencia hace que la formación artística desborde lo que sucede en las aulas y supere esa constante escisión entre estas y la vida misma (no se educa para responder en el aula, sino para responder a la vida). Al fin y al cabo, la experiencia y la afección ocurren en cualquier momento o lugar; no sabemos cómo alguien aprende, mediante qué encuentros, amores o pasiones. Basta preguntarnos en qué momento, bajo qué circunstancia, fuimos tocados por el arte, en qué instante la literatura, el arte o la música entraron en nuestras vidas. Es factible que ese momento no dependiera de una clase o de un método, ni siquiera de la propia voluntad. En consecuencia, lo valioso radica en fomentar el deseo de experiencias en el estudiante, preparar el terreno para que estas se presenten y lo hagan más allá de lo ya sabido y conocido.

 

El docente. El lugar del docente no sería el de aquel que posee certezas y respuestas, menos aún cuando está en juego la creación artística. También a él le corresponde abandonar las recetas, las seguridades de quien posee el saber, renunciar a la tranquilidad de las metodologías hechas, la garantía de las recetas. Su labor es más valiosa cuando deja al otro aprender, cuando deja de lado el lugar del saber-poder que normaliza y homogeniza, para liberar así la producción del deseo y de singularidad en el estudiante. Porque lo importante es hacer de la pedagogía un escenario para que el deseo se construya y produzca realidades, y eso no sucede si el profesor posee todas las respuestas. Al docente le corresponde transmitir la pasión que posibilite esa emergencia. Quizá su rol sea el de un acompañante que investiga junto al alumno a sabiendas de que no existen certezas. Se perfila, en consecuencia, como una especie de caja de resonancia abierta a la novedad de cada encuentro con el alumno y sus procesos de aprendizaje y creación. No se hace un curso sobre lo que se sabe, sino sobre lo que se busca, afirmaba Gilles Deleuze.

 

Valorizar el instante del encuentro alumno-docente recupera la debilitada potencia ritual de la pedagogía. Es ritual por cuanto establece una modalidad de relación que pretende marcar diferencias frente a la pobreza y codificación de las relaciones ordinarias. En ese sentido, lo artístico, el cuidado poético, no solo es el fin de la educación, sino el medio de llevarla a cabo. Lo poético, lo sensible y lo afectivo son la pedagogía misma, y esta también es un modo de relación, un modo de conversación. Por ello, para facilitar el aprendizaje, no necesariamente hay que disponer de una «pedagogía», pues muchos propician aprendizajes desde la actitud, desde la sensibilidad, desde sus gestos, desde el entusiasmo que contagian. No es frecuente mencionar la condición pedagógica de la amistad como un lugar hospitalario donde el otro circula con confianza y libertad, donde puede exponerse y transformarse.

 

Laboratorios de creación. Si la creación es central en la formación del artista, si es un componente continuo y constante, su lugar no puede estar exclusivamente al final del currículo. Los laboratorios de creación, como estrategia transversal, posibilitan vínculos entre los mundos interno y externo del estudiante, entre teoría y práctica, entre el individuo y los demás, entre alumno y docente, entre las técnicas y la creación. La creación rompe límites y dicotomías, moviliza la percepción conjuntamente con la imaginación y la inteligencia conceptual. El proceso creador se constituye en el genuino momento de levantar archivos y diarios en los que se consignen ideas, bocetos, ocurrencias y documentación, es decir, el momento de pensar visualmente estableciendo relaciones y asociaciones. Un proyecto de creación le da vida a conceptos y teorías; por su mediación ya no se está en las materias, se fluye entre ellas, se tejen viajes y relaciones. Seguramente todo lo que un semestre ofrece puede dimensionarse articuladamente desde la práctica creadora. Incluso lo interdisciplinario aparece allí en acción, pues la creación tiene mucho de impura (se hace arte con lo no artístico), y en esas impurezas acontecen encuentros de disciplinas y saberes que desafían la racionalidad moderna, tan dada a separarlas, clasificarlas y controlarlas.

 

Las instituciones. Lo dicho sobre la pedagogía es extensivo a las instituciones que se ocupan de la enseñanza del arte. Normalmente estas configuran sus tiempos, espacios y lógicas administrativas desde modelos homogéneos sin atender a las particularidades de una práctica. Cabe preguntarse qué tanto definen su funcionamiento desde las mismas prácticas creadoras y sus requerimientos, qué tanta imaginación institucional se tiene para definir un modo de ser que haga justicia a la creación artística contemporánea, y si sus tiempos y espacios son los adecuados. La complejidad de las prácticas actuales difícilmente soporta la fijeza y organización de las instituciones modernas. Es factible que los ritmos de la creación precisen de unas dinámicas ajenas a la tradicional estructura y secuencia de clases. Siempre será mejor definir unas lógicas para las artes, y no acomodar las artes a ritmos y lógicas extrañas.

 

La creación y sus ambientes. La creación supone un ambiente de creación, las ideas se mueven en atmósferas que propician su circulación y discusión. Frente a la figura del creador aislado, es importante fomentar comunidades que generen un tono contagioso para sus integrantes, preservando la individualidad de sus componentes. La educación es un lugar de contagio del deseo, y por ello precisa de un ambiente estimulante, una comunidad abierta y plural que favorezca el desarrollo de los procesos creativos.

 

Técnicas y oficios. El énfasis en los procesos creativos no ignora el lugar y sentido de las técnicas y oficios, pues estos también son pensamiento y facilitan la eficaz materialización de las ideas (el dibujo, por ejemplo, no es la forma, sino una manera de ver la forma). Pero las técnicas se justifican y dimensionan sobre todo al interior de cada proyecto creativo, cada uno de ellos involucra sus propias decisiones técnicas, así como también cada elemento técnico trae consigo efectos de sentido. Las técnicas no son recursos que alojan neutralmente cualquier contenido, por el contrario, lo cargan significativamente.

 

La documentación. La apuesta por la creación artística y la necesidad de legitimar las artes desde sus propios modos de conocer y pensar no significa dejar de lado la necesidad de sistematizar y dar cuenta de sus procedimientos y logros. En el ámbito académico, es indispensable documentar la validez cognitiva de las creaciones, ya que no todas son valiosas y es menester cierto criterio y rigor que diferencie su valor. Tales criterios deberían estar abiertos a la pluralidad misma de la creación y no ser asimilables a los criterios de evaluación, registro, tipo de fuentes, etc., definidos para las disciplinas científicas. En ese contexto, es fundamental documentar, dar cuenta de lo hecho, así los modos de documentación se revistan de las características propias de lo artístico. Si se aspira al reconocimiento de estos procesos, se impone evidenciar ciertas operaciones implícitas en la creación de una imagen, obra, composición, libro, etc. A juicio de Miñana, esto no es otra cosa que «La capacidad de sustentar, es decir la reflexividad sobre lo que se está haciendo, y de conectarse y legitimarse con una comunidad y una tradición académica, no sólo con el público… La investigación también es un proceso de reflexividad, de autocrítica, de poder devolver el camino andado» (2006, 4).

 

NOTA

 

1. Fundamentalmente en Ante el tiempo (2006); Cuando las imágenes toman posición. El ojo de la historia I (2008) y La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg (2009).

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

 

Buck-Morss, Susan. 2005. «Estudios visuales e imaginación global», en: Estudios Visuales. La epistemología de la visualidad en la era de la globalización, José Luis Brea (ed.). Madrid: Ediciones Akal.

 

Didi-Huberman, Georges. 2006. Ante el tiempo. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

 

Didi-Huberman, Georges. 2008. Cuando las imágenes toman posición. El ojo de la historia I. Madrid: Antonio Machado Libros.

 

Didi- Huberman, Georges. 2009. La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg. Madrid: Abada Editores.

 

Larrosa, Jorge. 2010. «Deseo de realidad. Algunas notas sobre experiencia y alteridad para comenzar a desenjaular la investigación educativa». Texto presentado en el Encuentro de Laboratorios de Investigación-creación. Área de Artes Visuales. Ministerio de Cultura. Septiembre 2010, Santa Marta, Colombia.

 

Marina, José Antonio. 1993. Teoría de la inteligencia creadora. Barcelona: Editorial Anagrama.

 

Miñana, Carlos. «Construyendo problemas de investigación en artes: ámbitos y enfoques». Texto de dos charlas presentadas en el Instituto Departamental de Bellas Artes. Cali, Colombia. 29 de mayo y 27 de octubre de 2006.

 

Wajcman, Gérard. 2001. El objeto del siglo. Buenos Aires: Amorrortu Editores.

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